Braille para sordos: un jaguar en la jaula de los espejos


Braille para sordos: un jaguar en la jaula de los espejos



Por Marco Aurelio Chavezmaya

No hay peor sordo que el que no quiere ver. A chillidos de fotógrafo oídos de lapicero. Que se mueran los feos. Estas fueron tres de un montón de frases que me vinieron a la cabeza al promediar la lectura del libro Braille para sordos de Balam Rodrigo. No es una bonita manera de empezar esta presentación, lo sé. Hace tiempo que extravié el manual del buen presentador, y no soy, lo confieso, ni política ni fotográfica ni poéticamente correcto. Una irreverencia más: este libro podría venderse en el Metro como ungüento o pomada o gotas para los que están ciegos de los oídos, para el señor, la señorita, para el niño para la niña. El que esté libre de sordera que tire la primera fotografía. Una moneda de poesía para este pobre ciego privado del divino don del tacto.
Volvamos a empezar.

El libro de Balam Rodrigo nos ofrece tres lecturas distintas y complementarias: la lectura fotográfica, la lectura poética a secas y la lectura conyugal de textos e imágenes en la que el poeta nos cuenta las historias que le han encarnado en los ojos luego de mirar las fotografías.
Pero vayamos por partes:
En la fotografía tomada por su marido, el rostro de Diane Arbus me recuerda a Renée Maria Falconetti, aquella Juana de Arco muda de Dreyer, filmada en 1928. Al igual que Juana, Diane hace un recorrido desde la conformidad de una posición hasta la renuncia y la defensa de sus convicciones, desde el regalado bienestar hasta el martirio inevitable. Y el martirio, para Diane, estaba enlazado entrañablemente a las tareas de pulir “espejos de mercurio para reflejar el alma del monstruo bifronte: nosotros” , pues la humanizada cámara de Diane al parpadear quería decirnos “nada de lo humano me es ajeno”, o bien, en un tono más sombrío, y en palabras de Balam: Todos somos monstruos, lo normal no existe.
En el corazón de los papeles que Diane Arbus nos propone arden imágenes que convocan el azoro, que renacen con cada mirada, de que las cosas no son como las vemos. El fotógrafo, como el poeta, abre la ventana de su corazón para mirar todo lo que existe en el mundo. Un segundo basta. El fotógrafo se decide a mirar el mundo para mostrar otro mundo, para mostrar una realidad paralela a la que nos contiene, pero no menos verdadera. El claroscuro como demonio de esa otra realidad que está ahí para ser contemplada y producir en el espectador, como quería Diane “temor y vergüenza”.
Escribe Eduardo Galeano: “Hay un instante que la realidad elige para decirse con perfección: el ojo de la cámara... Cuando la imagen emerge de las aguas del revelador y la luz se fija en sombra para siempre, hay un instante único que se desprende del tiempo y se convierte en siempre. Estas fotos sobrevivirán a sus protagonistas, y a su autor, para dar testimonio de la desnuda verdad del mundo y de su escondido fulgor... en las fotos, ese instante de luz atrapada, ese destello, nos revela lo que no se ve, o lo que se ve pero no se nota: una presencia inadvertida, una poderosa ausencia. Ella nos avisa que el dolor de vivir y la tragedia de morir esconden, adentro, una magia poderosa, un luminoso misterio que redime la aventura humana en el mundo”.
Sabemos que en esta aventura humana el sol nace para todos, pero la luz del sol no a todos les dice lo mismo. Hay quienes hacen con la luz del sol un día de campo y otros, como Diane Arbus, hacen un espejo negro que, pese a su oscuridad, nos ilumina y nos refleja con exactitud. La clave es la mirada del artista. Las personas y los objetos existen para todos, pero la mirada del artista les va otorgando forma, textura, intención. El verdadero fotógrafo es dueño absoluto de su día, de su mirada. Y así podemos decir que la fotografía es otro nombre de la soberbia. El fotógrafo se endiosa y pretende retratar el tiempo, nombrar a sus criaturas; hacer alquimia: tornar el aire luminoso de cada día en obra de arte. E intenta saborear la sustancia del universo. El fotógrafo se endiosa, pero no es Dios. Y envidia el ojo de Dios que todo lo mira, por esa razón el fotógrafo anda desesperado, cazando imágenes a destajo. Y a veces el fotógrafo quisiera ser un cíclope para concentrar en un solo ojo el poder de su mirada. ¿Para qué dos ojos, si con uno solo basta?
Hay fotógrafos novelistas que andan buscando sus personajes. Existen fotógrafos como militares reaccionarios que fusilan con su cámara y después averiguan. Unos no niegan su amasiato con el arte, sin dejar de sugerir un impulso documental. Hay otros fotógrafos escultores que buscan su piedra para esculpir a golpes de claroscuros. Existen los fotógrafos cuentistas que pretenden que la visión de una sola imagen sea el retrato del universo entero. Están los que quieren retratar el silencio; retratar el páramo en el que estamos convirtiendo al mundo; desglosar las filosofías personales sobre la modernidad y la globalización; desarrollar sus teorías del color sobre la carne y el deseo; hurgar en las obsesiones digitales; enfrentar el retrato como desafío. En fin, encuentros y desencuentros, pasión y distanciamiento, entre el clasicismo y la vulgaridad o el encanto de las vanguardias. Pero los fotógrafos, en suma, no pueden resistirse a realizar visitas a los escenarios del dolor, la violencia, la cotidianidad, la belleza y el horror, sin que los atrape la tentación de la intemporalidad. Toda buena fotografía debe ser una apuesta contra la muerte. Toda buena fotografía debe ser la promesa de un aliento perdurable.
Supongo que ya se dieron cuenta de que al referirme al oficio del fotógrafo en realidad me estoy refiriendo al oficio del poeta. Si el verdadero fotógrafo sabe dónde empieza y dónde termina el poder de la luz, el poder de la mirada, el verdadero poeta está absolutamente consciente del sitio donde inicia y donde culmina el inefable poder de la palabra.
Balam Rodrigo, poeta, nació tres años después de que Diane Arbus decidiera culminar su martirio e ir a fotografiar a la Muerte. Vallejianamente diríamos que el día que Diane Arbus murió, Dios estaba enfermo, y el día que Balam Rodrigo nació Dios estaba en el Soconusco platicando con las móviles sombras de la selva.
Las palabras de Balam Rodrigo en este libro protagonizan las migajas que, en estricto sentido, son necesarias para no perderse en la indagación de una belleza que a muchos, a simple vista, resultará escalofriante, pero que a otros les parecerá simplemente el pan de todos los días. Pago por ver, dicen que dijo un ciego cuando la realidad lo cegó por completo. Escúchame, entonces, le dijo un poeta al oído.
¿Está la poesía en estas páginas al servicio de una visión perturbadora?
No, desde luego. O no del todo. Partamos del hecho de que a toda lectura le sigue una escritura. Balam, el jaguar encerrado en su jaula de espejos, como buen lector y espectador, lee las fotografías de Diane con los ojos llenos de relámpagos, con la lengua y el corazón en la mano de la mirada. El hombre y la cámara tienen algo de sagrado, imponen una clara sensación de desasosiego gracias a una vaga herencia mítica (después de todo, ¿no eran ellos, los fotógrafos y sus máquinas infernales, los que se robaban las almas de las personas?). Si esto es verdad, el hombre y la palabra están asimismo revestidos de sacralidad, debido al peligro que representan. El poeta es también un voyeur impertinente; es el mirón política y socialmente incorrecto, y siempre peligroso. El poeta investiga, imagina, mira, inventa, y puede decir con Picasso: “No busco, encuentro”.
Al principio de la búsqueda el monstruo fotográfico se alimenta de silencio y de fascinación. La mayor arma de la fotografía es el instante que se eterniza en el ojo del poeta, luego vendrá otro instante en que el poeta decide escrutar la belleza oscura de las palabras para intentar comprender la visión. En otras palabras: el fotógrafo edifica su obra con versos de luz y asombro y el poeta enarbola la mirada del lenguaje como una serpiente que tacta la profundidad del abismo.
Balam, el jaguar dentro de su jaula, sabe con William Blake que “no hay que ver con el ojo sino a través del ojo”, por ello encuentra monedas de mar en la mirada de las gemelas alucinantes, escrituras cuneiformes en el hombre tatuado, pezones de nieve negra, ícaros con los ojos derretidos. Balam sabe que todo buen poema es a un tiempo un pacto de lectura individual y un intento de establecer una visión, también individual, en un presente que se desea eterno. En otras palabras, nadie se baña en las mismas aguas del poema o de la fotografía. Cada inmersión es distinta. Por ejemplo, para el poeta Balam el personaje de la página 58 de su libro es un príncipe enano investido con una corona y un manto de nieve, mientras que para un lector-espectador podrá ser el hermano enano que Tin Tan olvidó en un cuarto de hotel en Nueva York, un padrotillo socarrón que parece decirnos con la mirada “si es verdad que Dios nunca muere, yo, que soy el diablo, jamás me entrego al descanso”.
Braille para sordos deviene pues, sin proponérselo, en un doble modelo: de conocimiento y de contemplación. De contemplación, porque en el libro se excluye desde luego toda filosofía que considere la belleza como una virtud moral, lo que plantearía la pregunta ¿lo que no es bello es amoral?, cuestión que es a todas luces equivocada, pues como alguien dijo “los monstruos no somos malos, sólo somos feos”. De conocimiento, porque a través de los ojos de Diane y de Balam, el lector aprende en este libro-espejo mucho de lo que ignoraba acerca de sí mismo. Y esto es así porque desde la primera página el lector firma un convenio con el poeta y la fotógrafa para hablar el “idioma que sólo entiende el corazón –y que algunos llaman poesía” .
Y como ya va llegando mi hora de callar, termino con unas palabras del poeta José Emilio Pacheco, pronunciadas en la recepción del premio Reina Sofía:
“Uno no descubre la poesía con Rimbaud  ni con Mallarmé sino con Zorrilla, Juan de Dios Peza y Campoamor. El poema más célebre de la lengua, aquel que saben de memoria hasta quienes nunca han leído versos, no pertenece a Lope ni a Quevedo sino al que escribió las Doloras y Humoradas:

En este mundo traidor
nada es verdad ni nada es mentira,
todo es según el color
del cristal con que se mira..

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